Gaucho Man acomete con un documento secreto, jamás revelado.
El autor es nada menos que Malcom Sayer, ingeniero de producto de Jaguar en los años dorados.
El escrito, de puño y letra de Sayer, dice así:
... muy temprano en el frío dela mañana, yo trabajaba en la crapodina lateral del distribuidor de frenada delantero.
El conjunto era demasiado inestable y a altas temperaturas entraba en resonancia con los discos de freno generando el temido efecto que se conoce como "flushing".
Hasta ahora los efectos venían siendo controlados con mucha dificultad, pero habia una gran incertidumbre sobre lo que podría pasar en carreras de larga duración como Le Mans.
La mejor solución era cambiar el diseño de los discos, pero Dunlop ya se habia desentendido del tema argumentanto que el cambio requerido llevaría meses.
Pero yo no tenía meses, apenas unas horas antes de la carrera.
Ante la imposibilidad de modificar los discos de freno, yo trataba inútilmente de calibrar los complejos limites térmicos.
En eso estaba cuando se acercó un empleado de maestranza, como con curiosidad por el Jaguar sobre el cual trabajaba.
En mi angustia, pasé por alto su desfachatez para presentarse en el garage como si fuera el dueño del auto.
El tipo, de proporciones y rasgos simiescos estaba aprovechando su horario de desayuno para devorar un inexplicable sandwich de mortadela, longaniza y pickles.
El sandwich se desarmaba a en sus manos grasientas y el hombre batallaba tratando de introducirlo en su boca, haciendo muecas que acrecentaban su aspecto de primate.
Masticando con la boca abierta me abordó y me preguntó cuál era el problema.
- Y usted quién es? -le pregunté altivo.
El tipo señaló su identificación y respondió en inglés mal pronunciado:
- Artemio Sosa, argentino, de maestranza. You can call me Cacho.
Juro que en ese instante lo odié, aunque el tipo parado me miraba masticando con la boca abierta, como si no hubiera siquiera notado mi desprecio.
Entre su mal aliento y su mirada fija, vacía, se generó un efecto hipnótico bajo el cual le expliqué todo, sin importarme su desganado aspecto de orangután.
Con total desparpajo, siempre mostrándome lo que masticaba, me preguntó:
- Y por qué no cambia el ángulo de incidencia?
Furioso le respondi de muy mal modo que un cambio de diseño era imposible faltando tan poco tiempo para la carrera.
El tipo dejó la lunchera metálica sobre el capot del auto, sin importarle el fino pulido de la pintura british racing.
Rumeando su inmundo bocado, toqueteó algunas cositas y pidió un martillo.
- Acá no hay martillos! -le grité indignado por su perfil de chimpancé.
Contrariado, dió un par de vueltas buscando con la mirada algún objeto que resultara suficientemente contundente.
Finalmente encontó un prototipo de carburador Weber de triple cuerpo. Era una compleja y valiosa pieza experimental que costaba tanto como seis coches recién salidos de fábrica.
- Ni se le ocurra usar ese carburador como martillo! -le grité en el tono más amenazante que mi histeria me permitía.
Pero el macaco ya estaba martillando y cada golpe resonaba como un balazo dentro de mi cerebro atormentado.
- Ya casi termino, no tiene un pedazo de alambre?
Le expliqué que teníamos treinta y cinco tipos de alambre normalizados, pero cero inventario.
Y que una solicitud de pedido tomaría como mínimo dos semanas, sólo para ser aprobada.
Volvió a dar unas vueltas alrededor del taller, deteniéndose en un tambor de 200 litros que usábamos a modo de tacho de basura.
Estuvo unos minutos interminables con la cabeza metida en ese barril de inmundicia hasta que salió con un pedazo de alambre retorcido en la mano.
Sin decir nada, se acercó al auto, y se puso a trabajar en el repartidor de frenada.
- Grasa tiene? -me preguntó sin dejar de rumear el último bocado de su asqueroso sandwich.
- Me temo que el pañol está cerrado a esta hora, es demasiado temprano o muy tarde.
Se paró y volvió a su lunchera. Concentrado como un chimpancé despiojando a su cría, hurgó aparatosamente en la cajita sin preocuparse por los estragos que hacía en la pintura del auto.
- Esto va a servir -dijo sacando un plátano de la caja metálica.
Su andar irregular con la banana en la mano acrecentaba su aspecto de orangután.
Con pasos bamboleantes, primitivos, volvió al auto.
Yo miraba absorto mientras el plátano iba desapareciendo en las cavidades del repartidor de frenada.
Y antes que yo pudiera decir algo volvió a tomar el carburador experimental y le sacudió otra terrible serie de golpes al repartidor de frenada.
Luego se levantó lentamente y extendiendo sus manos grasosas me entregó un puñado de arandelas, resortes, tornillos y otras piezas pequeñas.
- Estas le van a sobrar, no las necesita- dijo ante mi mirada incrédula.
Luego se limpió las manos con su ropa mientras me dijo como al descuido:
-Con este arreglo va a andar tranquilo un tiempo, pero trate de no sobrecargar el sistema.
Ahora no tiene demasiado sentido hablar de la carrera.
Todos saben que el auto ganó de punta a punta.
Y ahora puedo admitir que el mérito fue todo de mi simiesco amigo Sosa.
Luego de la carrera lo busqué para reconocerle su mérito y felicitarlo, pero no pude encontrarlo.
Lo último que pude averiguar es que se había perdido entre el público siguiendo a una mujer de anchas caderas y escote generoso.
Pensar que desde ese día que lo estoy buscando...
Esta historia esta inspirada, casi descaradamente copiada de un cuento del inmortal Roberto Rontanarrosa.
Por favor sepan tomar este modesto lance literario como un humilde y merecido homenaje a su memoria.
Otra cosa: el autito es un regalo que me hizo mi amigo Orange.
No sólo me regaló el autito sino que me enseñó a mejorarlo calando caños de escape y ensuciando cromados con pintura aguada.
Y hablando de Orange, les comparto el link de su blog, me lo van a agradecer.
Gaucho Man
el mentiroso